diumenge, 20 de novembre del 2022

Restos de un arroz quemado

Us comparteixo un conte molt especial per a mi, que vaig escriure durant el confinament, i que parla d'una escena que tinc ben gravada a la memòria; en realitat segurament aquest record s'ha desdibuixat i poc s'assembla al que va passar realment, però en la ment del meu jo infant va tenir prou impacte per transformar una escena quotidiana condemnada al oblit en un retall especial d'una persona que cada dia trobo a faltar. Com es diu en el meu llibre preferit, Bitterblue:

“But that's how memory works," Bitterblue said quietly. "Things disappear without your permission, then come back again without your permission." And sometimes they came back incomplete and warped.”

A leer se ha dicho:

De las primeras experiencias conscientes cocinando recuerdo bien poco: una cocina algo eterna, unos azulejos característicos, y el olor a quemado. Sin embargo haré un esfuerzo para que mi nublada memoria haga una imagen lo más fiel posible a aquel momento.

De hecho, no fue mi primera experiencia, pero si fue la primera con mi madre. Por eso fue especial, para las dos, creo. Mi padre ya me había nombrado pinche de cocina en su casa, los días de paella, pero con mi madre siempre había sido más difícil, puesto que yo me pasaba las tardes jugando sola con mis muñecas (parece ser que tenía un gran mundo interior e imaginación, pero no era porque fuera una niña solitaria)

"¿Quieres cocinar la receta de arroz blanco de la mama?"

Esa receta, me dijo, la había aprendido de mi padre, y era de las pocas veces que le oía hablar de él, y de algo sobre ellos dos, juntos. Eso inició el cometido, la curiosidad de esa misteriosa tarea y la emoción de ser conocedora, al fin, de algo tan alabado como una "receta", lo que en mi opinión ya te daba el rango de cocinera experta. Era como poseer un secreto y deslumbrar a los demás con este, sin que dejara de ser un secreto. Además para mi era el tipo de conocimiento más antiguo.

Cuando vivía en Barcelona el mundo era mucho más grande, capaz también por mi diminuto tamaño de 5 o 6 años. Correos era el centro de mis días, puesto que mi padre vivía a un lado, y mi madre al otro, de Vía Laietana. Nuestro piso era una mezcla de paredes azules (alguna pintarrajeadas por mi con rotulador), un suelo con un mosaico típico barceloní, y mi habitación era mi madriguera personal. La habitación de mi madre estaba repleta de estrellas y lunas en las paredes, y los colores morados, lila y azul marino predominaban por todas partes. Recuerdo todo el piso como un lugar místico y mágico.

La cocina se transformó entonces en nuestro taller de pociones, y mi madre y yo, en dos poderosas brujas hechizando un caldero.

Lo más importante era el primer paso, pues se debía dorar el arroz (un vasito por persona) en aceite, antes de echarle el agua. Aquí es cuando yo más sufría, porque la amenaza de que el arroz se quemase se cernía sobre mi como una gran sombra. Sin embargo, con una nunca antes vista paciencia sobrehumana, conseguí, sin dejar de mezclar, que el arroz quedase bien doradito y no se quemase ni un grano. Lo siguiente, fue echar el agua. ¡Tres veces la medida de arroz, muy importante! Así que como fiel aprendiz medí (no sin cierta dificultad) los seis vasitos de agua, y los eché, creo, con bastante torpeza, puesto que echamos medio de más por los restos caídos por la encimera.

El último paso y el más difícil, fue esperar. Abandonamos nuestra sala de experimentos para esperar, cómodamente, en el salón. De aquello recuerdo más bien poco, probablemente pusimos la televisión, y yo miré los dibujos (solo los del Super 3, pues ignoraba que hubiesen otros en cualquier otra cadena). Lo que sí sé con certeza es que la espera era eterna. Yo ya había agotado mis reservas de paciencia en remover el arroz, y si ese momento había sido más lento de lo normal, la espera a que estuviera listo, mezclada con el hambre que crecía en mi interior, hicieron que no pudiese mantenerme quieta. Ahora a mi habitación, ahora al baño, ahora a ojear la cocina por si todo iba bien, de vuelta al comedor, pasear por mi habitación, otra vez, por si había cambiado, de vuelta al comedor. Mi madre seguro que pasó ese momento sentada tranquila y harmoniosamente en el comedor, muy probablemente fumando, cosa que yo, ya entonces, no aprobaba, pero no entendía. Pero de golpe, el tiempo se aceleró mucho más de lo normal.

Nuestra poción más especial echaba un olor pestilente a quemado, así que corrimos hacia nuestra sala de pociones, y mi madre, como bruja experta, entró con las manos en la cabeza.

-          ¡Oh no! – lo que debían ser las palabras del hechizo.

Y prosiguió a sacar del fuego la olla con prisa.

La magia de todo aquello se fue esfumando a medida que el humo salía de nuestro falso caldero. Como si fuera una alfombra, la base de la olla tenía todo de granitos negros pegados a ella, y el arroz que no se había quemado seguía teniendo un sabor a humo que era difícilmente soportable.

Mi primer hechizo había sido un completo desastre. Pero mi sensación fue, sinceramente, de no entender nada. Era como si la cocina fuese una especialidad de la magia demasiado avanzada para mí, un tipo de sortilegios que dominaría cuando fuese mayor (porque por aquel entonces pensaba que la gente, por el hecho de hacerse mayor, ya era conocedora de las especialidades de la cocina).

Para mi madre creo que fue más triste. Al menos, eso me pareció. Me pareció que estaba avergonzada. En ese momento no lo entendí, pero creo que le gustaba mucho cocinar. Sin embargo, no lo hacía, o al menos, no tanto como querría. Años más tarde dedicó muchísimas horas a ello, para poder cuidarse, y empleó toda su magia en auténticas maravillas, pero aquel arroz quemado fue la anécdota que nos siguió durante mucho tiempo, más tarde, como un recuerdo feliz, divertido, y un tanto catastrófico.


Con cariño, Maraya


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