“But that's how memory works," Bitterblue said quietly. "Things disappear without your permission, then come back again without your permission." And sometimes they came back incomplete and warped.”
De las primeras experiencias conscientes cocinando recuerdo bien poco: una
cocina algo eterna, unos azulejos característicos, y el olor a quemado. Sin
embargo haré un esfuerzo para que mi nublada memoria haga una imagen lo más
fiel posible a aquel momento.
De hecho, no fue mi primera experiencia, pero si fue la primera con mi
madre. Por eso fue especial, para las dos, creo. Mi padre ya me había nombrado
pinche de cocina en su casa, los días de paella, pero con mi madre siempre
había sido más difícil, puesto que yo me pasaba las tardes jugando sola con mis
muñecas (parece ser que tenía un gran mundo interior e imaginación, pero no era
porque fuera una niña solitaria)
"¿Quieres cocinar la receta de arroz blanco de la mama?"
Esa receta, me dijo, la había aprendido de mi padre, y era de las pocas
veces que le oía hablar de él, y de algo sobre ellos dos, juntos. Eso inició el
cometido, la curiosidad de esa misteriosa tarea y la emoción de ser conocedora,
al fin, de algo tan alabado como una "receta", lo que en mi opinión
ya te daba el rango de cocinera experta. Era como poseer un secreto y
deslumbrar a los demás con este, sin que dejara de ser un secreto. Además para
mi era el tipo de conocimiento más antiguo.
Cuando vivía en Barcelona el mundo era mucho más grande, capaz también por
mi diminuto tamaño de 5 o 6 años. Correos era el centro de mis días, puesto que
mi padre vivía a un lado, y mi madre al otro, de Vía Laietana. Nuestro piso era
una mezcla de paredes azules (alguna pintarrajeadas por mi con rotulador), un
suelo con un mosaico típico barceloní, y mi habitación era mi madriguera
personal. La habitación de mi madre estaba repleta de estrellas y lunas en las
paredes, y los colores morados, lila y azul marino predominaban por todas partes.
Recuerdo todo el piso como un lugar místico y mágico.
La cocina se transformó entonces en nuestro taller de pociones, y mi madre
y yo, en dos poderosas brujas hechizando un caldero.
Lo más importante era el primer paso, pues se debía dorar el arroz (un
vasito por persona) en aceite, antes de echarle el agua. Aquí es cuando yo más
sufría, porque la amenaza de que el arroz se quemase se cernía sobre mi como
una gran sombra. Sin embargo, con una nunca antes vista paciencia sobrehumana,
conseguí, sin dejar de mezclar, que el arroz quedase bien doradito y no se
quemase ni un grano. Lo siguiente, fue echar el agua. ¡Tres veces la medida de
arroz, muy importante! Así que como fiel aprendiz medí (no sin cierta
dificultad) los seis vasitos de agua, y los eché, creo, con bastante torpeza,
puesto que echamos medio de más por los restos caídos por la encimera.
El último paso y el más difícil, fue esperar. Abandonamos nuestra sala de
experimentos para esperar, cómodamente, en el salón. De aquello recuerdo más
bien poco, probablemente pusimos la televisión, y yo miré los dibujos (solo los
del Super 3, pues ignoraba que hubiesen otros en cualquier otra cadena). Lo que
sí sé con certeza es que la espera era eterna. Yo ya había agotado mis reservas
de paciencia en remover el arroz, y si ese momento había sido más lento de lo
normal, la espera a que estuviera listo, mezclada con el hambre que crecía en
mi interior, hicieron que no pudiese mantenerme quieta. Ahora a mi habitación,
ahora al baño, ahora a ojear la cocina por si todo iba bien, de vuelta al
comedor, pasear por mi habitación, otra vez, por si había cambiado, de vuelta
al comedor. Mi madre seguro que pasó ese momento sentada tranquila y
harmoniosamente en el comedor, muy probablemente fumando, cosa que yo, ya entonces,
no aprobaba, pero no entendía. Pero de golpe, el tiempo se aceleró mucho más de
lo normal.
Nuestra poción más especial echaba un olor pestilente a quemado, así que
corrimos hacia nuestra sala de pociones, y mi madre, como bruja experta, entró
con las manos en la cabeza.
-
¡Oh
no! – lo que debían ser las palabras del hechizo.
Y prosiguió a sacar del fuego la olla con prisa.
La magia de todo aquello se fue esfumando a medida que el humo salía de
nuestro falso caldero. Como si fuera una alfombra, la base de la olla tenía
todo de granitos negros pegados a ella, y el arroz que no se había quemado
seguía teniendo un sabor a humo que era difícilmente soportable.
Mi primer hechizo había sido un completo desastre. Pero mi sensación fue,
sinceramente, de no entender nada. Era como si la cocina fuese una especialidad
de la magia demasiado avanzada para mí, un tipo de sortilegios que dominaría
cuando fuese mayor (porque por aquel entonces pensaba que la gente, por el
hecho de hacerse mayor, ya era conocedora de las especialidades de la cocina).
Para
mi madre creo que fue más triste. Al menos, eso me pareció. Me pareció que
estaba avergonzada. En ese momento no lo entendí, pero creo que le gustaba
mucho cocinar. Sin embargo, no lo hacía, o al menos, no tanto como querría.
Años más tarde dedicó muchísimas horas a ello, para poder cuidarse, y empleó
toda su magia en auténticas maravillas, pero aquel arroz quemado fue la
anécdota que nos siguió durante mucho tiempo, más tarde, como un recuerdo
feliz, divertido, y un tanto catastrófico.
Con cariño, Maraya
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