diumenge, 30 de novembre del 2014

La Flor - Alexander Pushkin

Hace un tiempo, en el primer curso de escritura que hize, me propusieron hacer un escrito a partir de las sensaciones que me transmitía un poema. El poema en cuestión era La Flor, de Alexander Pushkin, y recuerdo que a pesar de que todos mis compañeros habían hecho el escrito a partir del mismo poema, todos eran muy diferentes.


La Flor
Una flor que el tiempo marchitara
veo en un libro olvidada todavía;
y de una ensoñación extraña
de súbito se colma el alma mía:

¿Dónde? ¿Cuándo floreció? ¿Cuál primavera?
¿Larga vida tuvo? ¿Fue cortada
por mano conocida o mano ajena?
¿Y luego para qué fue aquí guardada?

¿Es un recuerdo de inefable cita
o de algún adiós fatal y frío,
o de un paseo en solitaria cuita
por campos de silencio y bosque umbrío?

¿Y vive él? ¿Y ella viva está?
¿Dónde estará la sombra de su amor?
¿O también se han apagado ya
igual que esta misteriosa flor?


La Flor

En una tarde de otoño, un día 25, la llevé al campo. Ella sonreía, sus ojos vivos me miraban con cariño. Cogió la flor que le tendía y se la acercó al rostro, oliendo su aroma. Cerró los ojos un momento y la cogí por la cintura, para poder sentir el calor de su cuerpo entre mis dedos. Ella dijo: “Huele a primavera” y solo el sonido de su voz me provocó un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Esperé a que su mirada volviese a verme, echando de menos el increíble amarillo que rodeaba sus pupilas. Paseó la flor naranja por mis mejillas, haciéndome cosquillas. “¿Te gusta?” le pregunté. Y por respuesta me besó en los labios, sin despegar de ella esa hermosa sonrisa que parecía permanente en su boca. Yo le devolví el beso y salió corriendo por la llanura, para después pararse en el único árbol que adornaba el prado. Corrí detrás de ella y al atraparla nos caímos los dos. Rodamos por la colina, que manchó el blanco de su vestido y lo tiñó de un verde divertido, alegre, idéntico a su persona. “Mi padre me matará” exclamó divertida. Yo enarqué una ceja y la envolví en mis brazos, apretándola quizás más de lo que debería. “Quiero que siempre estés a mi lado” susurró. 

Allí me quedé para siempre. No hubo ni un solo día que no tuviese un pensamiento para ella. Vivimos juntos, y la flor naranja se quedó colgada en la pared, volviéndose marrón sin perder su esplendor. Cada día ella la olía y afirmaba que su olor era el mismo que la primera vez, aunque ambos supiésemos que no era cierto. Incluso cuando sabíamos que nos quedaba poco tiempo siempre tenía un poco para detenerse delante de la pequeña margarita que adornaba la casa. El día antes de su partida, estaba leyendo apoyada en mi pecho, más delgada que la primera vez, más débil que la primera vez, pero con la misma alegría que la primera vez. Pasó las manos por el libro viejo que estaba leyendo, el que tenía las páginas amarillentas de tanto usarlo. Yo solía decirle que no era necesario que se leyese la misma historia mil veces, pero ella sacaba la lengua y continuaba leyendo. Pero esta vez no leía, solo tocaba las letras. Esta vez no pasaba las páginas a la velocidad de la luz, las disfrutaba. Esta vez no quería volver a saber el final, solo quería vivir el momento. Porque en esos instantes, aunque no lo supiéramos, solo nos quedaban momentos. Sospecho que ella en realidad lo sabía y que por esa razón me pidió ese favor. “Por favor…Cuando yo no esté... ¿Podrías...¿Podrías colocar la flor en este libro? Lo harás, ¿verdad? ¿Me lo prometes?” Yo me levanté enfadado, gritándole que no tenía ningún derecho a decirme aquello, que no podía marcharse y dejarme solo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No lo soporté, le dije que lo sentía y la abracé. Pero el daño ya estaba hecho, ambos lo sabíamos. Fue la primera y última discusión que tuvimos, porque el tiempo no nos dejó discutir más. Lo que ahora daría porque solo pudiese tener una discusión con ella. Recuerdo como ya en su lecho de muerte se lo prometí, llorando, a cambio de que volviese a abrir sus ojos. La zarandeé hasta que los médicos me obligaron a soltarla, pero solo podía pensar en que nunca más vería la mirada amarilla que llenaba mi vida. 

Al día siguiente puse la flor en el libro, en la misma página por el cual se había quedado abierto antes de irnos precipitadamente. Porque ella no estaba viva, pero él sí. Y supe que debía hacerlo. Escondí el libro en la biblioteca del pueblo, porque no quería saber nada que guardase relación con ella. Me mudé, y deseé tanto olvidar todo que acabé por hacerlo. Me olvidé de los momentos vividos, de las caricias, las palabras, los olores, los lugares y el tiempo que había compartido con ella. Olvidé el hecho de haberla amado, de haberla tenido entre mis brazos, de la flor que yacía perdida entre las páginas de un libro que ya ni recordaba el título. 

Fui a Rusia. Como no recordaba nada, pero mi corazón aún pertenecía a ella, no comprendía que no lograse enamorarme. Lo intenté, conocí a muchas personas diferentes que probablemente me hubiesen gustado de no tener la sensación que ninguna era la que yo buscaba. Porque no lo sabía, pero la que buscaba ya no existía. Pasaron los años. Mi extraña amnesia no desapareció y los médicos no entendían la sensación que mi mente albergaba. Como no la entendían, para ellos no existía. Pero yo la tenía presente, tanto que a veces me dejaba llevar por esta sensación e iba a bibliotecas buscando un libro que, en cuanto me preguntaban cual era, no sabía responder. Tanto que todas las flores naranjas me llenaban los ojos de lágrimas. Tanto que al ver cualquier persona de ojos amarillos experimentaba un dejà-vu. 

Esta sensación me llevó a mi pueblo de infancia. Me llevó a la biblioteca donde escondí el libro. Nadie lo había encontrado y yo, siendo el único que sabía dónde estaba, lo hice. Vi la flor, en la página 25 y la olí. Juro que sentí el mismo aroma que la primera vez.



Maraya

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